Emigración de gallegos a Cuba

Emigración de gallegos a Cuba

Se dice que el primer gallego de quien se tiene registro en pisar tierra cubana fue Sebastián de Ocampo, hacia el año 1509, en su empeño por demostrar que Cuba era una isla. Aunque es probable que durante el primer viaje de Cristóbal Colón lo acompañasen también gallegos, hasta ahora ese dato no lo hemos podido confirmar.

Lo cierto es que durante la etapa colonial, personas provenientes de la región de Galicia llegaban a Cuba con la esperanza de tener una vida mejor. Algunos eran atraídos por la buena suerte que habían corrido parientes cercanos ya asentados en la Mayor de Las Antillas; otros asistían al servicio militar, desertaban, o posteriormente buscaban algún oficio donde desempeñarse para no retornar a España.

A mediados del siglo XIX la presencia de los galaicos se incrementó, pues eran contratados como mano de obra en ingenios, plantaciones y en el plan de obras públicas, respondiendo a la política que instauró la Corona española de blanquear la población residente.

Pese a que muchos murieron debido a las malas condiciones de trabajo, escasa resistencia a las enfermedades tropicales e incluso por la carencia de alimentos, un significativo número sobrevivió y puso todo su empeño en salir adelante. Y lo lograron.

El éxito de esta primera presencia gallega fue tan evidente, que en las primeras décadas del siglo XX, cuando Cuba había dejado de ser colonia española, este fue el destino preferido por miles de ellos en busca de mejoras económicas.

Gallegos en CUba

Las alpargatas junto al morral

Cuentan los abuelos cubanos que cuando un barco procedía de España, resultaba común ver descender a los gallegos vestidos con camisa blanca, boina calada, un morral al hombro y un par de alpargatas atadas fuertemente a la boca de la alforja. No andaban descalzos, sino que traían puesto otro par de estas zapatillas, más viejas y gastadas.

Las usaban por la comodidad y frescura que brindaban a los pies, y porque decían en su tierra que en Cuba el clima era tan cálido y húmedo que el cuerpo entero sudaba aunque no hubiese sol. Este singular calzado era tejido por ellos mismos. Habían aprendido la técnica de sus ancestros, pues en algunas partes de Europa estaba más generalizado su uso desde hacía siglos.

Las alpargatas galaicas respondían a variados diseños. Algunas llevaban correas como si fuesen sandalias romanas, otras eran cerradas y resguardaban mejor los pies. Estaba más extendido el color negro porque podía ponerse con ropa de cualquier otro matiz, y se le caía el polvo tan solo con una sacudida.

A donde quiera que llegaran los gallegos, enseguida se les reconocía como tales. No era necesario que hablaran; bastaba con mirar a sus pies. Los cubanos de aquella época no tardaron en experimentar las bondades de aquel calzado con que los gallegos trabajaban en el campo y festejaban en la ciudad.

Por eso comenzó a extenderse, poco a poco, su uso entre los nativos de la Isla, al punto de que aún hoy resulta común caminar por las calles habaneras y notarlas ajustadas a los pies de los locales, con diseños más a tono con los nuevos tiempos, pero conservando su esencia.

Para calmar la sed

Innumerables documentos históricos del periodo colonial y también del sucesivo neocolonial, dan cuenta de que los provenientes de Galicia llegaron a superar en número a los miembros de otros asentamientos regionales procedentes de la nación ibérica. Ante la creciente demanda que supuso el trabajo en labores agrícolas, los gallegos fueron los primeros en responder.

Iban a la faena en masa, con sus alpargatas en los pies y los porrones en las manos, para beber agua durante las largas y agotadoras jornadas. Cuentan que esos depósitos hechos de barro y con dos orificios para garantizar la entrada y salida del aire y del preciado líquido, se llenaban en las noches y se ponían junto a las hamacas donde dormían. De ese modo, no los olvidaban al salir.

Una vez frente a los surcos de tierra, buscaban la sombra más próxima para evitar que el agua se calentase mucho cuando el sol fortaleciera sus rayos. Aunque los había de distintos tamaños, los galaicos preferían los de mayores dimensiones, pues así el agua les duraría fresca todo el día.

El uso del «porrón» por los gallegos no tardó en generalizarse entre los cubanos y otros procedentes de España, quienes también advirtieron su utilidad. De ahí que todavía hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado, era común ver a los trabajadores del campo llevar su porrón de cerámica lleno de agua, heredado de aquellos peninsulares que aprovecharon y demostraron sus ventajas.

Cuando llega el amor de los gallegos a Cuba

Desde que pisaron la Isla por vez primera, los gallegos se sintieron atraídos fuertemente por ella. Por eso se dice que se «aplatanaron» o adaptaron perfectamente. No sólo a las condiciones climáticas, sino a la idiosincrasia de los que les antecedieron. No tardaron entonces en enamorarse de las cubanas, sobre todo de las afro descendientes.

A ellos les atraía el color ébano de su piel y dicen que aún les atrae. A ellas, el carácter bonachón de estos hombres dedicados al trabajo, que garantizarían de ese modo el sustento de la familia, pues muchos gallegos llegaron a convertirse en dueños de pequeños negocios o bodegas para el comercio de alimentos, principalmente en las ciudades.

Se dice que a fines del siglo XIX e inicios del XX comenzaron a proliferar estas uniones, dando lugar a una extensa prole de piel parda, facciones refinadas, cabello rizado y hermosos cuerpos. Surgió así un singular mestizaje que propició que los nacidos de estas relaciones comenzaran a ser catalogados como «mulatos» y «mulatas».

Las nuevas «invenciones» genéticas y raciales se convirtieron en auténticos exponentes de lo típicamente cubano, al resultar de la mezcla extensiva de las raíces españolas y africanas que predominan en la identidad actual de la isla antillana. Se distinguen por su bella presencia, su resistencia al medio ambiente e imagen de virilidad, sentido del humor, gracia para moverse y bailar, y el orgullo de que en sus venas corre sangre de dos continentes.

Entre cultura y tradición

Pero los gallegos no sólo legaron a Cuba la moda de las alpargatas, del porrón y el mestizaje como símbolo de identidad. Su influencia también es evidente en otros ámbitos de la cultura nacional.

El teatro bufo cubano, por ejemplo, a inicios del siglo XX, recreaba en sus presentaciones la arquetípica y costumbrista escena donde un tramposo negrito quería ganarse el amor de una deliciosa mulata. Para lograrlo utilizaba a un ingenuo gallego, a quien le pedía dinero prestado para hacer gala de su supuesta bonanza económica ante la joven. De esta manera se evidenciaba, por medio del arte satírico, ese aspecto de la realidad de entonces a través de los personajes, empeñados en alcanzar un espacio importante en la sociedad cubana.

Igualmente, la influencia de lo gallego se muestra con creces en la culinaria criolla. El consumo de legumbres como judías, habichuelas y garbanzos se generalizó en la Isla gracias a las bodegas de los gallegos. Así mismo ocurrió con derivados de la carne de cerdo, como el tocino.

La fuerte presencia gallega en Cuba les llevó a unirse en sociedades culturales. De este modo contribuían a preservar los bailes, la música o la literatura de su región entre los inmigrantes y sus descendientes, a la vez que prestaban ayuda a los recién llegados en sólida comunidad.

El mayor exponente de este tipo de asociación fue el Centro Gallego de La Habana, institución que reunía a destacadas personalidades que hicieron fidedignos aportes al desarrollo económico, social y cultural, como el intelectual Manuel Curros, el ingeniero José López Rodríguez y el profesor Ramón de la Sagra, entre otros ilustres.

Se dice que el contacto permanente de los gallegos con los cubanos influyó, además, en algunas expresiones generalizadas del habla popular en nuestros días. Vocablos como gago, andancio o cazuelero fueron implantados por los inmigrantes gallegos; así como el uso indistinto que hacen los cubanos de los verbos brincar y saltar.

Y qué decir de la urbanización, la arquitectura y la caridad religiosa. Un gallego fundó la ciudad de Holguín, al oriente de Cuba; un obispo gallego de apellido Compostela, en la calle ahora homónima de La Habana Vieja, ordenó construir cinco iglesias, y otro obispo gallego de apellido Valdés regaló su apellido a los niños huérfanos de la Casa de Beneficencia de La Habana. Tamañas acciones demuestran que el cruce de estos hombres por el Atlántico, en busca de un sueño, no fue en vano.

Huellas imborrables

Sin dudas, la emigración de gallegos a Cuba ha dejado una huella inquebrantable en la cultura de la isla. No sólo son responsables directos del mestizaje insular y de muchas de las costumbres actuales, sino que su impacto se evidencia también en los aportes sociales, muchos de ellos visibles, palpables, que realizaron a la Isla, ayudando a construir otra nación.

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