Un mediodía salí en busca de Padre Pico, preguntándome qué tendría de especial esa calle, atalaya del barrio Tívoli. Ciertamente uno no se topa todos los días con una calle escalonada, pero esta ni siquiera es la única de Santiago de Cuba. ¿Entonces por qué estoy desentrañando el laberinto santiaguero en busca de Padre Pico?
Por su alma…
Ok, ya sé que suena a poesía barata, pero hay sin dudas algo metafísico en esta calle, como un imán de lo trascendental, que atrae hacia sus 52 escalones diversos pasajes de la inagotable historia de esta tierra, cuna de patriotas, músicos y deportistas. Y cuando uno desemboca en su punto más alto y la ciudad se abre ante tus ojos, sientes que valió la pena, y que sin dudas volverías una y otra vez.
Los orígenes de Padre Pico
Frontera urbana entre las zonas alta y baja del viejo Santiago, la calle Padre Pico fue construida en 1899 bajo el auspicio del entonces alcalde Emilio Bacardí, pro-hombre al que le debemos un interesante museo, con momia incluida, y uno de los rones insignia de Cuba, patrimonio de su familia.
Hasta que fue bautizada con su actual nombre – en honor del sacerdote Bernardo del Pico Redin (1726-1813), dean de la catedral santiaguera – este tramo fue conocido como Loma de Boca Hueca, Cuesta de Amoedo, Loma de Piedra, Calle de los Leganitos y Loma del Corvacho, por un español que tenía una bodega en la calle Santa Lucía.
Cuentan que cada peldaño tiene historias para contar, amorosas unas, sangrientas otras. Carlos Manuel de Céspedes, iniciador de la lucha de Cuba por su independencia de España, fue velado en Padre Pico y en la calle Santa Rita. Sabrá Dios cuántos trovadores amanecieron en sus descansos, trasnochados de tanto ir, como reza el son, «del Tívoli a la Alameda».
Precisamente ese aire bohemio es uno de sus encantos. Muchos lo toman como punto de partida para irse a arrollar en los trepidantes carnavales santiagueros, ya sea para buscar la avenida Trocha, o para orientarse en busca de la inagotable conga de Los Hoyos, lo más parecido a un terremoto musical que uno pueda imaginar.
Subiendo y bajando, bajando y subiendo
Dicen los cubanos que «para abajo, todos los santos ayudan». Por eso busqué la base de Padre Pico para realizar el inevitable ritual de subirla y bajarla. Algunos la suben casi corriendo, saltando los peldaños de dos en dos, como para demostrarse que aún tienen el vigor. Son los «campeones» que llegan a lo alto con palpitaciones y la lengua fuera, y el sofoco les impide disfrutar la experiencia.
Yo, que no tenía apuro alguno, subí despaciosamente. Disfruté las viejas puertas coloniales, las casonas de ventanales enrejados que conviven con casas más modernas, cuyos techos de placa parecen desafiar tejas que miran Santiago hace siglos. Me detuve en cada uno de los 12 descansos para ver la ciudad desde diversas perspectivas, y en la cima me regalé el espectáculo de una ciudad al borde de sus 500 años.
Ahí descubrí una placa con un pensamiento del padre Pico: «No basta ser bueno, hay que ser bueno para algo». ¿Para qué seré buena yo?, me pregunté. Para contar cosas, me respondí, y satisfecha conmigo misma, como si justo ahí hubiera descubierto mi razón de ser, inicié el descenso.
Volar con los pies en la tierra
Ir a Padre Pico no te cambiará la vida, pero le añadirá el sazón de la experiencia. Para mí, estos lugares tienen el insuperable valor de estimular mi imaginación para llevarme a otras épocas. Claro, cuando salgo a volar así, intento tener los pies en la tierra.
Por ejemplo, caminar Santiago exige calma, buenas piernas, ropa y zapatos cómodos y una botella de agua: hay mucho sol y lomas. Uno siempre puede preguntar, porque los santiagueros se enorgullecen de su hospitalidad, pero nunca está de más armarse con un mapa, pues las calles son estrechas, empinadas y enmarañadas.
En esa zona patrimonial hay casi tantos turistas como guías improvisados, gente que te enseñará la ciudad a su manera, y de paso tratará de venderte tabaco, un almuerzo o el alma. De día no hay peligro, pero igual asegure sus pertenencias. Pero no tenga miedo, que los «newes», como se dicen los santiagueros entre ellos, son gente chévere.
Por cierto, luego busqué por la ciudad otras escalinatas similares, y descubrí una en la calle Santiago y otra en Virgen y Santa Rosa, pero ninguna me dejó esa agradable sensación «ledzeppeliana» de haber subido unas escaleras al cielo, como lo sentí en Padre Pico, donde hasta yo, con mi revelación vocacional, tengo una historia para contar.