Cuentan que fue Miguel de Tacón, uno de los gobernadores de Cuba durante la época colonial, quien inició las obras constructivas allá por el año 1836 y puso en funcionamiento la Avenida Carlos III. En el momento de su inauguración, ¿adivine cómo se le llamó?, pues ¡Paseo de Tacón!, ¡Claro está!
La nueva arteria cumplió desde entonces la importantísima función de conectar céntricas zonas de la capital. En su recorrido, parte de la intersección de las calles Reina y Belascoaín y llega hasta los pies del Castillo del Príncipe, justo donde actualmente inicia la Avenida de los Presidentes o Calle G.
Quedó oficialmente concluida para el año 1850, lo que la convierte en longevo testigo de la historia de la ciudad, con mucho que decir y contar… Sólo es necesario prestar un poco de atención y captar su voz centenaria bajo el susurro del viento que inunda los espacios.
Historia y tradición
De la denominación fundacional, el Paseo de Tacón pasó a conocerse como Paseo Militar. Al parecer se constituía en la principal vía de acceso de las tropas coloniales hacia el Castillo del Príncipe. A este cual sólo se podía llegar a través de un camino bajo y cenagoso, prácticamente intransitable.
Sin embargo, para mediados del siglo XVIII se erige un monumento dedicado al Rey Carlos III, justo a la entrada de la calle, y todos comenzaron a identificarla con el apelativo del soberano español.
Para 1902 la instauración de la República trae otra designación: Avenida de la Independencia, pero no existen evidencias de que fuese aceptada por el pueblo. Lo que sí se registra es que el Historiador de la Ciudad Emilio Roig de Leuchsenring logró en 1936 que el Alcalde de La Habana le restituyera el calificativo de Carlos III, como todos le seguían llamando.
Un nuevo cambio sobrevino en la década del 70 del pasado siglo. Esta vez decidieron renombrarla en homenaje al presidente chileno Salvador Allende, gran amigo de Cuba. No obstante, para todo el que conoce, transita y pasea diariamente por esta importante arteria de La Habana, continúa siendo la Avenida Carlos III. Como en otros muchos ejemplos, el uso y la costumbre se impusieron.
Belleza y aire puro
Refleja la historia que el propio Tacón señaló la necesidad de un espacio donde respirar el aire puro y libre como motivación para construir el paseo. Entonces se crearon arboledas, fuentes, jardines, estanques y cascadas, en un recorrido de tres calles y cuatro filas de árboles que las dividían. El camino central estaba destinado al tránsito de los carruajes, mientras que los laterales poseían bancos de piedra adonde llegaban los paseantes para descansar.
Existían cinco glorietas, con verjas, asientos y pinos de Nueva Holanda. La principal, cerca de la calle Belascoaín, aún descubre al transeúnte atento las memorias de sus dos columnas dóricas, remedos de la magnificencia de antaño, cuando dos leones de mármol formaban parte del conjunto.
Más adelante se erigían, de modo sucesivo, la Columna o Fuente de Ceres; la Fuente de los Aldeanos o de las Frutas; la de los Sátiros o de las Flores y por último la de Esculapio, dios de la medicina, colocada en lo que entonces fuera el único camino posible hacia el Cementerio de Colón, sitio de reposo eterno para los difuntos.
El plan de embellecimiento de La Habana se materializaba con este hermoso bulevar, pronto convertido en sitio de esparcimiento para los habitantes de la ciudad. Sin embargo, poco más de un siglo después Carlos III sufrió un cambio radical e impensado que marcaría el fin de su glamour. Con el objetivo de modernizar la vía se eliminó gran parte de su arbolado, las estatuas y fuentes que la habían distinguido, y pasó a ser la gran avenida que conocemos hoy, poco a poco y bajo la inclemente pisada de la “modernidad” y el crecimiento poblacional.
Multitud y comercio
Aun cuando carece del esplendor de siglos pasados, pasear por Carlos III es una experiencia agradable y perfectamente posible, pues sólo cuenta con mil 210 metros de largo. A pesar de su corta extensión, es la arteria citadina más ancha de la Isla, por lo que desempeña una función trascendental en la circulación vial. Posee más de 50 metros de ancho, en los que da cabida a cuatro carriles y varios separadores que todavía agradecen la excursión urbana y la dinámica indetenible de la cotidianidad, con un esfuerzo encomiable por armonizar con la naturaleza.
Si iniciamos en el Castillo del Príncipe, en su zona más próxima al Vedado, encontraremos a nuestro paso adornado por pinares la Facultad de Estomatología de la Universidad de La Habana, seguida casi de inmediato por la Quinta de los Molinos, un bello reservorio natural que se extiende por varios cientos de metros al costado izquierdo de la calle. Enfrente, la Escuela de Veterinaria, también perteneciente al centro de altos estudios más importante de Cuba.
Al instante, tras cruzar la intersección entre las calzadas Infanta y Ayestarán, se aprecia un trasiego abundante de personas que delata la cercanía del Centro Comercial Carlos III, lugar de encuentros y esparcimiento para todas las edades, rodeado por una multitud de pequeños negocios privados (y otros irregulares) que convierten a esta sección en un sitio sumamente conocido, demandado y lucrativo.
Siguiendo nuestro rumbo, en dirección hacia la Habana Vieja, resaltan algunos inmuebles inevitablemente contrastantes a la vista: las instalaciones del Hospital General Freyre Andrade, conocido como Emergencias, y el místico y majestuoso Edificio de La Gran Logia Masónica que se erige con sus once pisos, imponente y sólido, en la intersección con la calle Belascoaín. En ese punto, insatisfechos por el corto recorrido y aún con energías suficientes, dudamos entre enfocarnos en otros menesteres o seguir la Habana en busca de las huellas del pasado y las evidencias del presente que late puertas afuera.
Testigos del tiempo
Exponentes del tiempo y la historia, a ambos lados de la avenida Carlos III resaltan las edificaciones de altos puntales, generalmente de dos o tres plantas, con columnatas que albergan paseos interiores por donde el transeúnte se refugia del sol tropical. Otra experiencia para constatar en la capital de la mayor isla caribeña.