Escudriñar en los anales de la literatura cubana es hurgar en las fibras íntimas del alma de seres inmersos en sentimientos profundos. Por eso nos deja perplejos penetrar en los espacios y las letras de mujeres que, como seres etéreos, contradictorios y apasionados, estremecen con intensa lírica el corazón y la mente de quienes pasean su mirada y su comprensión por versos y prosas.
Tal es el caso de la excelsa cubana Dulce María Loynaz, sensible y audaz escritora que nos deja un sabor de nostalgia y dulzura a través de su obra y sus huellas vívidas, pletóricas de metáforas sorprendentes y atrevidas, pero con un marcado acento de ternura.
Melancolía de otoño
La vieja casa de la calle Línea, esquina a 14, en el Vedado habanero, es la que resguarda los más bellos recuerdos infantiles y juveniles de Dulce María Loynaz. Entre las paredes de lo que hoy se deja entrever como una mansión casi abandonada, vivió la gran poetisa cubana desde los dos años de edad hasta los 45.
Observar con detenimiento su estructura de dos pisos hace pensar en los cuatro hijos del matrimonio conformado por María de las Mercedes Muñoz Sañudo y Enrique Loynaz del Castillo. Ella, cantante, pianista y pintora; él, General del Ejército Libertador y con grandes dotes de poeta. Dulce María, la mayor, fue bautizada originalmente como María Mercedes Loynaz Muñoz y desde pequeña sintió gran afinidad por la poesía, al igual que sus tres hermanos menores.
Aquellos niños fueron criados con escaso roce social, al extremo de que a la casona acudían las institutrices para dar lecciones privadas. En sus predios aprendían, jugaban, reían y soñaban Dulce María y sus hermanos. Quizás en el amplio portal de madera dieron sus primeros pasos y en los salones interiores, convertidos hoy en apartamentos independientes, escribieron sus primeras letras y emergieron las primeras metáforas de su prosa.
La casa de la Loynaz, como le llaman los habaneros, está rodeada de un halo de misticismo encantador. Resulta común imaginar la vida de esa familia que a pesar del confinamiento en que vivían, lograron que Dulce María y su hermano Enrique obtuvieran un título de Doctor en Leyes por la Universidad de La Habana. Sin embargo, fue Dulce María la única entre los cuatro en dar a conocer a Cuba y al mundo sus valores literarios.
La palabra en el aire
Dicen que Dulce María era de carácter retraído, quizás a causa del ambiente de su infancia y la profunda tristeza de la maternidad frustrada en su adultez. Volcaba su espíritu interior en la poesía, revelando la verdadera esencia de su alma.
Existen testimonios de que escribía desde los 10 años. Las revistas y diarios capitalinos de la segunda década del siglo XX publicaron muchas de sus creaciones. Ya madura, combinaba magistralmente su actividad literaria y el ejercicio de la abogacía, pues se especializó en derecho de familia.
Hacia 1928 comenzó a escribir «Jardín», obra considerada la precursora del movimiento conocido como Realismo Mágico. Esta novela se terminó en 1935 y se publicó en España en 1951. Sin embargo, en paralelo con la redacción de Jardín, Dulce María escribió otros poemarios, epistolarios y crónicas periodísticas inspiradas en la experiencia de sus viajes por países exóticos como México, Egipto, Turquía, Libia, Palestina y Siria.
Durante 1937 llegó el primer matrimonio con su primo por línea paterna, Enrique de Quesada Loynaz. Las frustraciones e incomprensiones ante la imposibilidad de dejar descendencia, marcarían el fin de la pareja en 1943.
Resignada ante los avatares del destino, Dulce María encontró refugio en la vorágine intelectual. Esa casa de Línea y 14 se convirtió en centro de reunión para los creadores literarios que llegaban a La Habana en busca de intercambio y perfección de su estilo.
Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, entre otros importantes escritores del siglo XX hispanoamericano, se daban cita en tertulias nocturnas que tenían lugar los jueves y, en consecuencia, fueron bautizadas como “juevinas”.
La voz del silencio
Tiempo después de su divorcio, se reencontró con el periodista español Pablo Álvarez de Cañas, a quien había conocido en su juventud y con el que contrajo nupcias en 1946. Junto a él recorrió varios países latinoamericanos y visitó las Islas Canarias en dos ocasiones.
Compraron una hermosa casona en la calle 19, esquina a E, también en el Vedado, donde continuaron las reuniones de intelectuales cubanos y extranjeros. Los que asistían a las peñas, se decían pertenecientes a la llamada “Aristocracia del Conocimiento”.
Los muros de la nueva casona también fueron testigos del intenso trabajo de Dulce María, quien continuó escribiendo y publicando durante toda la década de los 50, impulsada por el entusiasmo y la admiración que hacia ella profería Pablo.
Gracias a él, España conoció el valor de su poesía y la esencia recóndita de su prosa. El prestigio de Dulce María comenzó a crecer inconmensurablemente, por lo que fue invitada en reiteradas ocasiones a ofrecer recitales, charlas y conferencias.
Sin embargo, en la década de los 60 la autora decidió alejarse de la vida pública. Canceló sus compromisos editoriales y dejó de ejercer la abogacía. Pablo salió de Cuba por 11 años y Dulce María se refugió en su casa, que si bien otrora había sido un epicentro cultural, a partir de aquel momento era un sitio de mutismo estremecedor.
En 1972, el regreso de un Pablo enfermo le propina singular compañía por dos años, hasta la muerte de este. A él dedicó «Fe de Vida», obra que vio la luz en 1993, un año después de haber obtenido el Premio de Literatura Miguel de Cervantes a manos del entonces Rey Juan Carlos I.
Centro Cultural Dulce María Loynaz
El palacete de 19 y E, número 502, que hasta su muerte fuera una fortaleza infranqueable, desde 2005 ha sido epicentro de su legado y de la promoción literaria. En el Centro Cultural Dulce María Loynaz confluyen autores jóvenes que tal vez ella miraría con desconfianza, donde conspiran por una nueva literatura y leen sus textos bajo el techo que la protegió en confinamiento y confidencia durante muchos años. Antes de partir donó su exquisita biblioteca, refugio de su reino breve en una existencia tan particular, plagada de misterios y especulaciones, pero sin dudas llamativa, fructífera y eterna.
Una vida entre muros y lauros
A pesar de sus tiempos de profundo silencio, alejada de la vida pública y los lectores, Dulce María Loynaz obtuvo el Premio de Literatura Miguel de Cervantes en 1992, el título canario de Hija Adoptiva por el Ayuntamiento de Puerto de la Cruz, donde se recuerda su imagen con un pequeño monumento, recibió la Orden de Alfonso X el Sabio en 1947, y la Orden de Isabel la Católica de periodismo; también fue miembro de número de Academia Cubana de la Lengua y recibió el Premio Nacional de Literatura de su país en 1987.