La Habana puede ser muchas «habanas». La Habana histórica nos transporta al pasado y nos revela leyendas en cada tramo. La Habana de los transeúntes que pueblan a diario sus calles en un ir y venir constante, en su inaudita perseverancia. La Habana que se reconstruye, resiste y lucha contra el paso del tiempo y las adversidades. La Habana de noche, plagada de aventuras, sorpresas, excesos y sitios con ron y buena música. La Habana marítima, la inundada de parques y oficinas…
Hoy nos acercaremos a otra de esas habanas, la que se ve desde las alturas, la que se divisa desde sus puntos más elevados y nos regala una nueva perspectiva de la urbe imperfecta, pero siempre atractiva y más que viva por cinco siglos. La invitación es a escalar dos miradores para descubrir La Habana Vieja: los campanarios del Convento San Francisco de Asís y de la Catedral de La Habana. ¿Nos acompaña?
Convento San Francisco de Asís
Iniciemos por la edificación más antigua, el Convento San Francisco de Asís, cuya construcción inició en 1579. Lleguemos a la Plaza de San Francisco, atestada de palomas, niños, turistas, y miremos hacia arriba. En lo alto, escudriñando los rincones de La Habana Vieja, se levanta uno de los miradores por excelencia de la parte antigua de la ciudad, la torre campanario.
Basta con entrar al antiguo convento, después de abonar el precio reglamentado y disponernos a alcanzar la cima. En la primera planta, el interior de la actual Basílica Menor se presenta majestuoso, con una vista hacia la nave convertida desde hace años en una de las mejores salas de concierto de la ciudad, sitio predilecto de la música coral y de cámara. Allí nos espera el magnífico órgano y una primera vista de la ciudad a nivel, ya desde un ángulo diferente.
Nos disponemos entonces a subir por los empinados escalones de madera. Es necesario tener algo de coraje y resistencia para llegar al final. En cada descanso, sin embargo, La Habana nos va recompensando, se va ensanchando en la distancia a través de ventanillas o claraboyas, se va haciendo pequeña a nuestros pies, y va descubriendo sus tejados.
En la cúspide, el sonido de la calle sólo conforma una lejana banda sonora de acompañamiento. Algunas palomas se acercan defendiendo su territorio, mientras las que se pavoneaban abajo, en la plaza, parecen desaparecer. La sólida Lonja del Comercio nos mira desde cerca y un gran crucero se divisa próximo, en el muelle.
La bahía se abre a nuestras espaldas con sus barquitos de juguete, custodiados por los poblados de Regla y Casablanca, y el Cristo que allí reside parece estar mucho más a nuestro alcance. Casi le podemos mirar a los ojos. Mientras, la ciudad se extiende en su trazado y se pierde en la distancia. Al instante descubrimos otras torres, otros campanarios.
Admiramos unos tejados y nos compadecemos de otros. Antes de iniciar el descenso elevamos una mano y decimos adiós a lo que parece una maqueta viviente de La Habana, una «Liliput» en Las Antillas. Ahora nos disponemos a visitar otro destino de altura, una de las torres de La Catedral.
La triste historia del fraile enamorado
En lo que bajamos cuidadosamente las escaleras les cuento, si me permiten, la leyenda que más ha trascendido, quizás, entre todas las que se tejen en torno a esta torre. Tiene muchísimos años y el protagonista fue un joven que, imposibilitado de cortejar a la muchacha a la que amaba por presiones familiares, había tomado los hábitos en la iglesia asociada al convento.
Cuentan que la amada, que le correspondía plenamente en sentimientos, enfermó de amor y falleció al poco tiempo. El fraile, que hacía las veces de campanero, recibió entonces el aviso de tocar agonía, mas pronto supo que el redoble de las campanas anunciaba la muerte de su amada.
Nadie sabe con exactitud cómo se sucedieron los demás acontecimientos. Unas versiones afirman que fue el fuerte viento, otras que la capucha se le enredó en el rostro, lo cierto es que el joven se precipitó al vacío. En la actualidad, varios aseguran que a ratos la silueta aparece en la cúspide y que en los días tranquilos, en la lejanía, se puede escuchar el redoble de las campanas sin ser batidas.
Pero no nos preocupemos por esta historia, ya todos bajamos y nada extraño perturbará nuestro paseo, ¿cierto?
La Catedral de La Habana
Ahora recorremos la Calle Oficios hasta llegar a la Plaza de Armas, luego tomamos por Mercaderes hasta el Callejón del Chorro. Ante nosotros aparece la Catedral de La Habana. Presidida por la plaza de igual nombre y rodeada por palacetes coloniales, esta sección conforma una postal idílica y nostálgica de un gran pasado. Aún es posible imaginar el sonido de los quitrines que antaño desandaban las vías adoquinadas.
La Catedral comenzó a edificarse en 1748 y aún en el presente, mientras nos acercamos, su monumental fachada nos descubre por qué es considerada como la más acabada y hermosa iglesia de cuantas fueron construidas en el periodo colonial de Cuba. Al entrar, nos sorprende el contraste con los sobrios interiores neoclásicos. Sin detenernos mucho, nos disponemos a subir.
Nuevamente las escaleras son estrechas y parecen no acabar desde este punto de partida. Vamos haciendo pequeños respiros y vemos cómo se trasfigura la ciudad con el ascenso. Agotados, llegamos arriba, pero como dice un conocido sicólogo cubano:
«¡Vale la pena!»
El pequeño espacio nos sorprende en medio de la brisa marina, fresca y reconstituyente. Estamos en la más ancha de las torres, la de las campanas, y desde aquí la plaza empedrada concede un singular dibujo, de significado desconocido para nosotros. En los alrededores, el Palacio del Marqués de Arcos, el Museo de Arte Colonial, antaño casa de los Condes de Casa Bayona, y la mansión del Marqués de Aguas Claras lucen sus ventanales azules con vitrales que contrastan con la piedra de cantería en las fachadas.
En el entorno de cubiertas de tejas rojas, llaman la atención modernas construcciones como la Biblioteca Rubén Martínez Villena, con sus ventanales de cristal. A la vista esbozamos La Habana más compleja e intrincada. A lo lejos, la cúpula del Capitolio Nacional se alza imponente y del lado contrario nuevamente el mar, ese que dio y da vida a nuestra «Ciudad Maravilla».
Un adiós a La Habana
Desde este punto miramos hacia adelante. No muy lejos está la torre campanario del Convento San Francisco de Asís. Si nos fijamos bien, puede que nos adivinemos realizando el gesto de adiós de hace apenas una hora. Respondamos al gentil ademán, pues quién sabe si con él alegramos el día de alguien más que desde las alturas, a vuelo de pájaro, descubre también La Habana invisible para los caminantes.
Otros miradores en La Habana
Cerca del Convento San Francisco de Asís, en uno de los costados de la Plaza Vieja, otro singular mirador corona las edificaciones circundantes. Es la Cámara Oscura, un ingenioso sistema de cristales que proyecta la imagen indiscreta de la ciudad en vivo y sin repeticiones, que ignora nuestra curiosidad. Mientras tanto, lejos de allí, La Habana moderna ofrece un panorama completo y abarcador a través de las torres del edificio FOCSA, del Hotel Habana Libre Tryp o el Memorial José Martí, ubicado en la Plaza de la Revolución, con un alcance visual de 50 kilómetros a la redonda.