Camagüey, una ciudad y mil leyendas

Camagüey, una ciudad y mil leyendas

1900. Luego de terminada la guerra en Cuba y firmado el Tratado de París, los norteamericanos todavía ocupaban la isla. Los cubanos arden en deseos de verlos partir, pero estos, estos se toman su tiempo.

Favorecen la absorción de riquezas cubanas por sus compañías, envían maestros a estudiar en su tierra; combaten la fiebre amarilla; practican un censo de población en toda la isla; y en la ciudad de Camagüey, un censo de tinajones.

“¿Un censo de tinajones?” Como lo oye, las autoridades estadounidenses declararon oficialmente que procuraban detectar posibles focos infecciosos de mosquitos Aedes; pero extraoficialmente, otros eran sus fines.

Según ciertos rumores, buscaban un tinajón mítico. Amasada su arcilla, dicen, con la sangre esclava de antiguos príncipes de Togo y Dahomey, la vasija absorbió sus fuerzas y podía revelarle el destino a todo aquel que soplara en su interior.

Theodore “Teddy” Roosevelt, a la sazón gobernador de New York, se entera de esta historia y cursa órdenes secretas al general Leonard Wood, gobernador militar de Cuba, para que busque sin descanso y le haga llegar aquel portentoso tinajón camagüeyano.

Tinajones en el patio central de la casa de Carlos J Finlay

Si este relato es real o no, poco importa. Las leyendas en sí mismas son una realidad, poseen leyes y jerarquías propias y un tiempo y espacio peculiares. Una poderosa leyenda es como el buen vino, mejora con el tiempo, se afina, gana en consistencia, y dota de cuerpo y color a la ciudad que la amamantó.

A este tipo de ciudades, llamadas “madres de quimeras”, pertenece la ciudad de Camagüey, otrora villa de Santa María del Puerto del Príncipe o Puerto Príncipe. Visítela sin demora, pero antes, conozca de “buena tinta” algunas de sus más asombrosas leyendas.

Dolores Rondón o La leyenda de la perla morena

Tumba de Dolores Rondon en el Cementerio del Santo Cristo del Buen Viaje

Cerca de la entrada del Cementerio del Santo Cristo del Buen Viaje, en la urbe principeña, sobresale una tumba. No es muy grande o alta, ni muy opulenta, incluso otras tumbas vecinas la eclipsarían, si no fuera por su peculiar epitafio y un nombre: “Dolores Rondón”.

¿Quién fue Dolores Rondón? Salta enseguida la pregunta, pero cualquier camagüeyano de pura cepa puede contestarle. Nacida a inicios del siglo XIX, en la calle Hospital, barriada de El Cristo, era hija ilegítima de Vicente Rams, un próspero comerciante catalán, dueño de la tienda Versalles, en la calle Candelaria.

Con el tiempo, se convirtió Dolores en la mulata más bella de la humilde barriada, una perla morena capaz de sacarle el resuello a los mismísimos cadáveres. Muchos la pretendieron, a todos rechazó, y solo uno, Agustín de Moya, un humilde barbero y poeta, se creyó destinado a conquistar los afectos de la díscola moza.

Ella, al parecer, no fue inmune a los dardos amorosos del poeta mulato, no obstante…Dolores Rondón contrajo matrimonio con un oficial español y luego, se fue con él de la ciudad. El barbero, desolado, perdió a su perla morena.

Hermosa escultura de una mujer en el Teatro Principal de Camaguey

Pasaron años, y un fatídico día se desata en Puerto Príncipe una epidemia de viruela. Los brazos no daban abasto para abrir las fosas y para Agustín de Moya no hubo descanso también, pues en aquella época los barberos eran, además, sacamuelas y sangradores.

Sirviendo Moya en el hospital de Nuestra Señora del Carmen, depósito de las infelices sin recursos, unos brazos emergieron de entre la muchedumbre, se acercó a ellos y lo que vio, lo hizo tambalearse.

Con el rostro podrido, yacía ante él, Dolores Rondón. La que otrora fuera su perla morena, ahora, dada su condición, no pudo reconocerle; y él, compasivo, intentó ayudarla, pero ya era tarde. La muerte reclamaba lo que por derecho le pertenecía.

La Rondón había enviudado y tal vez, cuenta la leyenda, una vida frívola y disoluta consumió el modesto patrimonio familiar. Sola, sin recursos, regresó a Puerto Príncipe, y ahora acababa así, en medio de la viruela y socorrida por el hombre que había despreciado.

Tocó pues a él cerrar el último acto de este drama mordaz, y en una tabla grabó unos versos como epitafio para la tumba de su amada. En 1935, por orden del alcalde de Camagüey, se construyó el túmulo que hoy recibe al adusto viajero y le recuerda, que:

«Aquí Dolores Rondón finalizó su carrera
ven mortal y considera
las grandezas cuáles son:
el orgullo y presunción,
la opulencia y el poder, todo llega a fenecer
pues solo se inmortaliza
el mal que se economiza
y el bien que se puede hacer.»

El aura blanca o El alma buena del padre Valencia

Escultura en el Cementerio del Santo Cristo del Buen Viaje

1819. Al fin, gracias a los empeños del fraile José de la Cruz Espí, llamado cariñosamente Padre Valencia por los principeños, la ciudad tenía un leprosorio.

Ubicado a pocos metros del Camino Real de La Habana, se convirtió en el orgullo de Puerto Príncipe y por un tiempo aminoró las penurias y ultrajes que sobre los pobres apestados pendían. Por un tiempo, a la muerte del Padre Valencia la situación de estos empeoró nuevamente.

Pronto, la escasez y el hambre empezaron a cobrar peaje entre los indefensos leprosos. Se amontonaban en las afueras del hospital, y mientras escurrían sus últimas esperanzas, un negro manto de muerte descendía sobre ellos: Un ejército de auras tiñosas (especie de buitre americano) pacientemente esperaba.

Cierto día de mayo, según la leyenda, de repente apareció entre las huestes oscuras, un aura blanca. Bajó, junto a sus pares, hasta el huerto y cuando los leprosos, intrigados, se acercaron a ella, no huyó.

Se dejó atrapar mansamente y hasta parecía querer acariciar las llagas de sus captores. Al día siguiente todo Puerto Príncipe comentaba que el alma del Padre Valencia, tantas veces invocada por los enfermos, había bajado a ellos.

Plaza de los Trabajadores en Camaguey

A la postre, el aura se expuso en la Casa de Gobierno, cobrándose la entrada; luego fue paseada por todo el país y, por último, fue subastada. La adquirió un sabio naturalista de Matanzas y hoy, su cadáver disecado, puede verse en El Palacio de Junco, el museo provincial de dicha ciudad.

Las plegarias habían sido atendidas. Con lo recaudado en estas andanzas del ave, los habitantes de Puerto Príncipe rescataron el leprosorio y los enfermos pudieron pasar en paz los últimos años de sus vidas.

El Santo Sepulcro o La leyenda del tesoro del fraile

Torre del reloj y campanario de la Iglesia de La Merced

A mediados del siglo XVIII, el Ángel de la Muerte tocó inesperadamente a la puerta de la familia de Manuel Agüero y Ortega. Viudo y acaudalado patricio principeño, el mayor bien que poseía eran sus hijos, y ahora fatídicamente le anunciaban que había perdido a uno, su primogénito.

Este, junto a su hermano de crianza, hijo del ama de llaves de los Agüero, estudiaba en la recién fundada Universidad de La Habana. Ambos se prendaron de la misma mujer y ambos ineluctablemente se batieron en un duelo a cuchillo.

Muerto el joven Agüero, el remordimiento, más que las espuelas, picó hondo en la jaca del homicida, y este no tardó en llegar a Camagüey. Se presentó con su madre en la casona de los Agüeros, situada en la calle Mayor, hoy Cisneros, y contó las desdichadas nuevas a su protector.

Don Manuel recibió la noticia estoicamente, le dio dinero al culpable y le pidió que tomara a su madre y se fueran bien lejos, donde ninguno de sus otros hijos pudiera encontrarlos.

Así se cumplió, el asesino huyó a México y el honorable caballero, luego de enterrar el cadáver de su vástago, abandonó todo placer mundano e ingresó en el Convento de La Merced, haciéndose llamar Fray Manuel de la Virgen.

A continuación, y de acuerdo a los planes que llevaba trazados, Fray Manuel solicitó los oficios del famoso maestro platero mexicano Juan Benítez Alfonso. Puso a su disposición más de 25 mil pesos de plata y le encomendó labrar para la Iglesia de La Merced un enorme sepulcro, todo de plata, donde descansaría la imagen yacente de Jesús crucificado.

En el año de 1762 el artífice concluye su trabajo y entrega, en el plano físico, un espléndido tesoro a la distinguida Iglesia de La Merced; y en el espiritual, un conmovedor testimonio de amor eterno de un padre hacia un hijo.

El Caricortado o De cuando el diablo se vistió de ángel

Iglesia de La Caridad con su hermoso campanario

Era una oscura y tormentosa noche de 18… Las campanas de la Iglesia de La Caridad dieron las doce, e inmediatamente una extraña neblina inundó la calle de La Reina, actual República.

De pronto, emergió de entre estos efluvios verdosos un carruaje orlado de negro, tirado por un par de caballos negros igual. Se detuvo al final de la calle, cerca de la plazuela del puente de La Caridad, a la puerta de una imponente casona que, por su aspecto, había conocido mejores tiempos.

Del coche, bajó un caballero de mediana edad, impecablemente vestido y con maletín de médico. Acudía a ver a un moribundo, y esperó pacientemente hasta que lo hicieron entrar.

Era el enfermo, un rico patricio principeño del que se contaban crímenes tan terribles y desmanes tales, que su nombre desapareció para la posteridad y sólo se le conoció como El Caricortado, pues un horrible tajo le cruzaba la cara de arriba abajo.

Lampara ilumina la calle en una noche oscura en Camaguey

Ya a solas con el moribundo, el médico lo observó largamente hasta que este advirtió su presencia y preguntó quién estaba allí. El doctor respondió que un amigo dispuesto a atenderlo. El Caricortado le soltó una ofensa y el galeno, aún sin inmutarse, le reveló que era el diablo y venía a buscarlo debido a todos sus crímenes e iniquidades.

El Caricortado lo miró con detenimiento y una convulsión estremeció su cuerpo. El rostro del médico se descompuso y de los puños de la levita en vez de manos, largas zarpas brotaban amenazantes.

Un último alarido atrajo a la poca servidumbre que en la casa había. Solo encontraron el cadáver del impío; y del doctor, apenas flotaba un leve olor a azufre. Hasta aquí, este relato, el más fabuloso de todos los narrados en este post y por tanto el de más diáfana advertencia: «Has bien y no mires a quién».

Venga a Camagüey y conozca otras leyendas

Tejados en la ciudad Camaguey

En fin, estas y otras muchas leyendas, “La leyenda de El Indio bravo”; “La Cruz de Sal”; “La leyenda de la Ermita de la Soledad”; “La leyenda del cacique Camagüebax y la princesa Tínima”, sólo esperan…

Esperan porque vaya a Camagüey, las descubra, recorra los sitios donde acaecieron, que allí están, y bucee así en el mágico pasado de esta villa que, sin alcanzar los niveles prodigiosos de Remedios, quizás la mayor “madre de quimeras” de Cuba, siempre habrá de regalarle al viajero aquello que Alejo Carpentier denominó “lo real-maravilloso”.

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Calles, Camagüey, Historias, Leyendas, Lugares, Sitios

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  1. Leandro 8 agosto 2020