Es La Habana una niña, creo haberlo escrito ya, algo cerril y dada a juegos de machos. Nada de cintas, aretes o pulcras faldas, la ciudad goza de ensuciarse, irse a las manos y de bañarse en los aguaceros.
Y es que La Habana siempre agradece la lluvia. Cuando llueve, aparte del torrente que se desata en las alcantarillas, otros muchos sonidos e imágenes aparecen, se multiplican y dotan de duende a sus casas y calles.
Para un neófito, los días de lluvia habaneros pueden ser aburridos, estáticos y grises. Pero un entendido en «habanalogía», suele revertir la situación y goza de los pasatiempos de La Habana mientras llueve.
Habana, ciudad de museos
Múltiples y distinguidos museos acogen a la niña Habana de tarde en tarde, siempre ávida de aprender; que no sólo de «mataperrear» se vive. El Museo de Bellas Artes es un sitio ideal para perderse en una tarde de lluvia.
Ubicado en el corazón de La Habana Vieja, es realmente dos museos. Uno, está dedicado al arte cubano; el otro, resguarda colecciones de arte universal y descansa en la antigua sede del Centro Asturiano.
Si escoge visitar el edificio de Arte Cubano, con más de mil 200 pinturas, esculturas, grabados y dibujos expuestos, le invito a que visite a algunos clásicos del patio, como son «Escena galante», de Víctor Patricio Landaluze y «La vuelta del trabajo», de Leopoldo Romañach.
O «Las Tres Gracias», de Rafael Blanco; la famosa «Gitana tropical», de Víctor Manuel e «Interior con columnas», de Amelia Peláez. Obras diversas, signadas por diferentes estadíos de colores y formas.
También le pido que dedique tiempo a otras piezas maravillosas: «Saludos al Mar Caribe», de Mario Carreño; «Fénix», de Raúl Martínez; «Gallo Rojo», de Mariano Rodríguez y «Sin título», de Pedro Pablo Oliva.
Todas, obras excepcionales, capaces de colmar divinamente un buen día lluvioso. Si, por el contrario, prefiere el edificio de Arte Universal, le recomiendo encarecidamente la sala de arte griego, en especial la colección de cerámica.
Con piezas de diferentes procedencias, la sala de Grecia, o griega, está formada por varias secciones. La primera contiene esculturas cicládicas, minoicas, geométricas y arcaicas de pequeño formato.
La segunda sección reúne piezas de mayor tamaño pertenecientes a los períodos arcaico, clásico y helenístico. Luego, en la tercera, brillan soberbias las efigies helenísticas y, finalmente, está la sala de cerámica griega.
Admirable, mágica, esta colección es la niña, o una de las niñas, mimada del museo. Posee más de 600 piezas, y pertenecieron a las arcas del Conde de Lagunillas, antiguo potentado criollo y exquisito coleccionista de arte.
La serie se exhibe en un amplio y ventilado salón, antigua sala de recepciones del Centro Asturiano, protegida por acristaladas vitrinas y dorada por especial iluminación, capaz de extraerle el misterio de la civilización que le dio vida.
El Floridita o el placer de la intimidad
Obispo 557, esquina a Monserrate, Habana Vieja. El bar-restaurante El Floridita a estas alturas del partido no necesita mucha presentación. Es la casa del Daiquirí, también de un buen Mojito, y fue una de las guaridas preferidas del escritor Ernest Hemingway.
Sin embargo, la atmósfera del lugar cambia, más bien se transmuta al estilo de los antiguos alquimistas, en los días de lluvia. Adquiere magia y se hace más leve, sencilla, dueña de todas las respuestas del mundo.
En su interior todo parece velado por una misteriosa niebla, cálida, íntima. Las luces parecen opacarse, los tragos adquieren propiedades medicinales y las cosas e imágenes como que cobran vida.
Nunca es más íntimo El Floridita que en esos días cargados de grises. Ni más solícito el servicio. Ni más amena la conversación. Los platos saben diferentes, parece que vienen de tiempos lejanos, son más criollos.
Gana, entonces, ese sitio con los aguaceros, preferentemente con los «chinchines», como dicen en Cuba. Si no me cree, le invito a comprobarlo personalmente una tarde, de esas que llaman injustamente grises y aburridas.
Café El Louvre. Un café, lluvia y misterio.
Ubicado en los bajos del famoso hotel Inglaterra, Paseo del Prado # 416, esquina San Rafael, el Café El Louvre posee un amplio portal y siempre acoge a todo paseante que escapa de los aguaceros tropicales.
Mucha historia ha errado por entre sus mesas y sillas. Hechos magníficos, algunos trágicos, otros simpáticos, cuyo numen empapa las paredes, las columnas, la marquetería de las puertas y ventanas del lugar.
En los días acuosos, misteriosamente, ese numen emerge, flota sobre las cabezas de los asiduos y todo lo ralentiza, lo vuelve más suave, nostálgico.
Le recomiendo que se siente confortablemente; estire sus piernas; llame al camarero y pida un café. Espere, cuando la aromática bebida ya esté sobre la mesa, solicite al sempiterno conjunto musical del establecimiento que toque «Lágrimas Negras», de Miguel Matamoros.
Apenas escucha los acordes iniciales del tema, el humo del café asciende y empieza a hacer de las suyas. Penetra sus huesos y una delicada y tibia melancolía, viscosa le envuelve los músculos y le empaña la vista.
El tiempo y el espacio se achican, retroceden. Sólo se escucha la lluvia, pues los demás sonidos del sitio se aletargan. La llegada de los recuerdos acaba por coronar la experiencia y esta dura lo que tarda la canción en pasar de bolero a son.
Su café recién colado y humeante; los acordes de un bolero-son; la memoria de tiempos pasados, gloriosos y etéreos; y el repique de la lluvia en el exterior hacen de la visita al Café El Louvre, una alternativa ideal para degustar tardes grises en La Habana.
Surfear en el asfalto del Malecón
Para la siguiente distracción, aclaro oportunamente, se necesitan nervios de acero y la firme voluntad de llegar hasta el final. Si es intrépido(a) vista ropa fresca, preferentemente blanca y cargue con sombrilla, recuerde que es día de lluvia y, sobre todo, muy ventoso.
Bajo el imperativo de un viento Norte, llegue a la entrada del Paseo del Prado, frente al Capitolio; negocie con algún chofer, explíquele el reto, y alquile a buen precio un almendrón, preferentemente que no sea descapotable. Luego, en el auto, baje hasta Malecón.
Allí, prepárese, prevenga al chofer y de la señal de arrancada. No se trata de acelerar, el juego estriba en recorrer el Malecón hasta el final, mientras las olas inmensas se estrellan contra su muro. Sortéelas, en fin, como si fuera un surfista.
No es para tímidos, repito, pues la ira del mar es a veces terrible y sus olas parecen garras gigantescas que intentan atrapar los autos. Enfrentarse a ellas es todo un desafío. Y es, además, el salitre en la boca; el viento en el rostro, y la aventura en el pecho.
Bar-restaurant La Torre, una reservación de altura
Contemplar La Habana a 121 metros sobre el nivel del mar, es placentero; observarla a esa altura mientras llueve, es especial. Pero, si se agrega calidez, un buen servicio, música agradable y buena compañía, entonces es una experiencia inolvidable.
El restaurant La Torre es uno de los sitios más apreciados en La Habana. Ubicado en el piso 33 del afamado y nunca suficientemente elogiado edificio FOCSA, entre las calles 17, 19, M y N, en el Vedado, abrió al público en 1957.
Es, aparte de exquisito templo gastronómico, con bar a la carta y salón para fumadores incluidos, un mirador por excelencia de la capital cubana. La vista de la ciudad y su bahía es sencillamente espectacular, y cuando llueve es sencillamente única.
Blancos, negros y tonos de azules, grises, grises azulados se abren en una danza lenta, pero frenética, casi orgiástica, ante a los azorados comensales. El cielo se prepara para besar a la ciudad y esta lo espera ansiosa, coqueta.
Se unen de modo único. Único, incluso, de ver a esa altura. El cortejo es patente; el arrullo, silencioso; y un poema de amor crece ante las miradas indiscretas de los humanos, abrazándolas, encendiéndolas con algún relámpago.
Peregrinas, vale decirlo, se esparcen las nubes cargadas de agua. Monstruos marinos parecen, fugados de los mares. O castillos; montañas y tupidos bosques, heredades que el novio trae de regalo a su amada.
Al fin, se celebra el noviazgo. La lluvia desciende imperiosa, en columnas, cortinas, enjambres; mientras las fanfarrias de los truenos redoblan saludándolo. Luego, la intensidad de la experiencia va menguando y todo se calma.
El Sol, puede o no salir. Si sale tímido, algo «ñoño», el cuadro consigue entonces la pincelada final, la definitiva. Los rayos discretos empolvan de oro las nubes y la ciudad reaparece tranquila, segura, como acabada de nacer.
Y tras este post tan atareado
Sólo me queda invitarle a que disfrute de esos días que para muchos resultan incómodos. Las jornadas de lluvia, en La Habana, son tan interesantes, y quizás más, como los de sol. No hay cabida para el aburrimiento en esa ciudad de ultramar. Sólo es cuestión de conocerla.
Puede, incluso, crear sus propias distracciones acuosas. Este post, medio estrafalario y totalmente «habanalógico», no contiene toda la verdad. Viaje a la capital cubana, descubra otros placeres asociados con los aguaceros y, si le apetece, báñese en uno de ellos sin recato.