La villa de La Habana, fundada en 1514 y cinco años después asentada en su emplazamiento actual, marcó pautas para el resto de las ciudades que posteriormente surgieron a lo largo de Cuba. Cienfuegos brotó en 1819, entre las manos de inmigrantes franceses, respirando aires de modernidad que en más de una ocasión retaron a la capital cubana. En ese espíritu por crecer y desarrollarse, hubo inspiraciones que tuvieron como resultado la misma obra reproducida en las dos ciudades. A continuacion les dejo tres similitudes entre la Habana y Cienfuegos.
Un Paseo del Prado de La Habana a Cienfuegos
El primero de su tipo que se construye en Cuba es el de La Habana. El Paseo del Prado habanero se inició en 1772 cuando el Marqués de la Torre, el entonces Capitán General de Cuba, promoviera una grupo de obras públicas para mejorar el aspecto de la ciudad. Por otra parte, se hacía necesario dado el crecimiento poblacional que, hacia finales del siglo XVIII, había alcanzado La Habana con 50 mil habitantes y más de 1,000 calesas moviéndose por sus estrechas calles.
Fue nombrada de diversas formas; por ejemplo, «Alameda de Extramuros» porque se construyó fuera del sistema de amurallamiento que protegía a La Habana de los incesantes ataques de corsarios y piratas. Sin embargo, su nombre oficial fue el de «Paseo de Isabel II» en honor a la regente española. Aunque la denominación actual que tiene es la de «Paseo de Martí», el pueblo capitalino le ha llamado, desde principios del siglo XX, Paseo del Prado y según el investigador Ciro Bianchi:
«Por la similtud de este con el paseo madrileño.»
Su aspecto actual lo alcanzó en 1928 llegando a tener 2 kilómetros de extensión comprendidos desde el Malecón hasta la «Fuente de la India, o Noble Habana», frente al Hotel Zaratoga y muy cerca del Capitolio Nacional. En 1982 fue incluido dentro de los límites declarados como Patrimonio de la Humanidad otorgado al centro histórico de esa capital.
Por su parte, el Paseo del Prado cienfueguero aparece recogido en una trazado de la ciudad que data de 1825. Para ese entonces se comenzaban a diseñar las manzanas que conformarían el centro de la urbe. Pero aunque aparece contemplado el espacio que luego ocuparía, no fue hasta 1911 que los cienfuegueros más ilustres manifestaron sus deseo de contar con una avenida exclusiva que facilitara sus paseos, antes lo hacían en el Parque Martí, dando vueltas a su alrededor, y para construirlo recaudaron los fondos necesarios.
Así quedó concluido en 1913 y tuvo sucesivos nombres, entre ellos el de «Paseo de Isabel II», mire qué casualidad, el mismo que desde 1840 identificara al paseo habanero, y posteriormente Paseo del Prado, muy probablemente por su analogía con el habanero.
Los cienfuegueros suelen decir que es el de mayor extensión en Cuba, pero los datos históricos reflejan que tiene, aproximadamente, 2 kilómetros al igual que su semenjante.
En ambas alamedas hay enclavadas esculturas y monumentos de significativo realce. En La Habana, los leones que encabezan el paseo se han convertido en símbolo representativo del entorno, emblema que en su momento recordaba uno de los reinos que conformaban la corona española.
En la «Perla del Sur», en el cruce entre el Prado y la calle 54, la estatua en bronce con la imagen de Benny Moré espera el saludo de cada cienfueguero y visitante quienes se detienen para tomarse una foto junto al célebre músico cubano. Conocido como «El Bárbaro del Ritmo», Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez fue una de las figuras más talentosas de la música cubana, nacido en Santa Isabel de las Lajas, municipio perteneciente a la provincia de Cienfuegos. Lo caracterizó su inconfundible voz y la calidad interpretativa con que asumió los más variados géneros de la música. Es un ídolo para su pueblo, de ahí que su imagen sea constantemente visitada.
Dos malecones, cual de ellos más importante
El Malecón de La Habana se inició en 1901, mientras que el de Cienfuegos en 1930. Pero la fecha de comienzo, en cada caso, deja de ser trascendente ante lo obvio. Tampoco la pequeña extensión del muro de Cienfuegos ante los 8 kilómetros de contemplación marítima en la ciudad de La Habana.
En ambos casos fue el terreno ganado al mar lo que conllevó a la construcción de dos sitios míticos para cada localidad. En La Habana conminados por el crecimiento poblacional y la necesaria expansión de la ciudad hacia el oeste. En Cienfuegos debido el rellenado de la zona donde la burguesía local comenzaba construir sus viviendas.
Sin embargo, la gran diferencia entre ambas murallas es la inclusión de vegetación. Luego de concluido, los cienfuegueros apostaron por su embellecimiento y a la altura de 1935 se le habían incorporado áreas verdes y luminarias que mejoraban el aspecto de la vía. En la actualidad numerosas palmeras se aprecian en toda su extensión, además de césped y pequeños jardines en la separación de las sendas.
Este concepto no fue aplicado al malecón habanero. Desde sus inicios se priorizó el aprovechamiento todo el espacio para convertirlo en vías que facilitaran el creciente tráfico en la moderna ciudad.
Enigmático uno, hermoso el otro, estos dos espacios también evidenciaron el interés de un grupo de pobladores porque su ciudad también tuviera sus símbolos. En Cienfuegos a imagen y semejanza con la capital, aunque el suyo fuera más limpio y bello que el primigenio.
Dos Castillo de Jagua con diferentes destinos
Aquí la historia se invierte. La Fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles del Jagua es la construcción más antigua de Cienfuegos. Su edificación concluyó en 1745, un siglo antes de la constitución de la ciudad. Su posición estratégica, justo a la entrada de la bahía cienfueguera, le confirió extremo valor, llegando a ser la tercera en importancia para Cuba, después del Castillo de la Real Fuerza y La Punta, en La Habana, y San Pedro de la Roca en Santiago de Cuba.
La tipología del Castillo de Jagua cienfueguero responde a características propias del renacimiento con presencia de rampas, fosos y puente levadizo. Posee el orgullo de haber contenido a los piratas más temibles del siglo XVIII: Francis Drake, Jacques de Sores y Juan Morgan, por solo mencionar algunos. Fue incluido en el escudo de la ciudad donde ocupa la parte superior y honorífica del mismo. Actualmente acoge al museo que exhibe detalles constructivos de la fortificación, así como numerosas piezas halladas en excavaciones arqueológicas in situ.
El nombrado Castillo de Jagua, en La Habana, nada tiene que ver con la defensa de la ciudad sino con la degustación y la complacencia del paladar. Es un restaurante estatal, ubicado en la concurrida esquina de la calle 23 y G, esta última también conocida como «Avenida de los Presidentes».
Su historia se remonta a la década del 50, del siglo XX, y desde entonces se ha mantenido en los bajos de un edificio racionalista que sobresale entre tanto eclecticismo circundante. Por ese entonces despuntó como uno de los restaurantes más visitados de La Habana. Su carta era variada, exquisita y muy aplaudida, sobre todo por las recetas a base de pollo y los tradicionales frijoles negros.
Aunque no se ha encontrado dato exacto, se presupone que su primer propietario, Fernando Rodríguez, fuese de origen cienfueguero debido al nombre elegido para su negocio.
En la década del 60 fue cambiado a «Rancho Luna», otro calificativo que recuerda la playa más conocida de Cienfuegos, hasta los años 80 en que se le restituye a Castillo de Jagua. En esa época clasificaba como uno de los restaurantes más caros de La Habana, junto a Las Ruinas, en el Parque Lenin, y el Emperador, localizado en el edificio FOCSA.
Continúa siendo un restaurante donde se puede saborear la comida cubana a precios módicos y en una de las esquinas más transitadas por habaneros y visitantes de todo el mundo.
Más de uno en Cienfuegos y La Habana
Un prado, un malecón y más de un sitio con igual nombre acercan a La Habana y Cienfuegos, dos ciudades con inquietudes arquitectónicas y artísticas similares. No importan las primicias, sino el disfrute que proporciona cada una desde su real emplazamiento. Basta una visita a cada uno para descubrir lo diverso desde lo semejante. Diversas aristas convertidas en magnífico pretexto para ser contempladas.